Rafael del Naranco: Entre Caracas y Bogota

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Santiago León de Caracas es una barcaza haciendo aguas por todas sus hendiduras. No hay gobierno municipal, y no lo habrá, mientras sus corregidores antepongan la política, sin norte y a la deriva, a intereses personales cicateros y partidistas. Que lejos “la culta, la hospitalaria, la inteligente Caracas”,  en expresión de José Martí.

Si cruzamos la frontera andina, Bogotá es  como oír en susurro a María Mercedes Carranza cuando dice… “Es inútil llevar prisa y caminar”.  Antaño fue una ciudad sórdida; hoy, gracias al tesón de sus regidores, es todo un ejemplo a imitar.

La metrópoli, ubicada en la planicie más alta de los Andes colombianos, fue fundada, casi en un arrebato de pasión, por  Gonzalo Jiménez de Quesada, y por  esa causa se parece a un vergel. Hasta el aire se  hace zalamero, juguetón, y penetra en las cicatrices del alma por el camino de la mirada, envuelta en sabor de tierra buena y húmeda.

Pasear por las grandes avenidas, sus espaciosas calles, frondosos parques y desandar  los barrios coloniales, es percatarse de cómo Bogotá viene moldeando a una gente – la suya – para que sea amable, acogedora y siempre cordial.

Con  “el usted” siempre por delante, los colombianos han hecho de la cortesía una costumbre,  de la amabilidad una forma de ser, y es que en Bogotá existe la posibilidad de sentarse a charlar con cualquiera, en cualquier parte, de cualquier cosa y decir como el poeta: “Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle / y que nos sentemos en un café a hablar largamente / de las cosas pequeñas de la vida.”

Recuerdo ahora, haciendo un requiebro a esa localidad tan sufrida por recuento de la  guerrilla, una mañana  diáfana, transparente, viendo pasar las horas en la Plaza  Bolívar, conocida antaño como la Plaza Mayor. Allí mismo se había fundado la ciudad y escenificado todo suceso que hoy es historia viva.

Algo esperaba el escribidor en  aquel rectángulo: ¿Un remoto amor? ¿Algún sueño no encontrado? ¿Una esperanza hiriente?  ¿Un bisbiseo en el aire? En esa espera leía a uno de los grandes poetas colombianos, Darío Jaramillo Agudelo, mientras la luz se filtraba y era cálida igual a  los sentimientos cuando se hacen tonadas.

“Ese otro que también me habita /, acaso propietario, invasor quizás exilado en  este cuerpo / ajeno o de ambos… el melancólico y el inmotivadamente alegre, / ese otro, / también te ama”.

A Caracas la ha cantado Andrés  Eloy Blanco, Miguel Otero Silva o Aquiles Nazoa. Pablo Neruda deshizo algunos versos sobre ella, pero poco más.  De la ciudad desmantelada,  solamente el Ávila instiga  a la inventiva de las palabras. El valle, antaño huerto florido, placentero y risueño, es hoy, por decir lo menos, un albañal.

No  guarda historia de piedra y la poca que había la derrumbó la piqueta irresponsable. Las plazas y los parques son coto de inmundicia acumulada.

Por todo,  hoy  la urbe caraqueña sabe a desidia, a vertedero putrefacto, a ciudad sin contornos ni formas. Es un espectro  buscando un rincón  donde guarnecerse,   y siendo imposible de hallarlo en la actualidad.

 

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