Norma Morandini: Burkas

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Si los seres humanos nos sintiéramos iguales en derechos y viviéramos fraternalmente porque somos razonables, no harían falta ni las declaraciones de Derechos Humanos ni los tratados, ni las comisiones regionales para controlar si los Estados cumplen con sus compromisos de respetar la libertad de expresión, evitar la tortura, proteger a los niños, reconocer la igualdad de las mujeres, combatir la violencia. En fin: garantizar los derechos humanos porque “nacemos iguales en dignidad”, tal cual reza esa bella utopía, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no, porque somos indiferentes al sufrimiento ajeno, para superar ese desdén necesitamos de la moral. Fueron las crueldades de la guerra y las atrocidades del nazismo sobre las que se levantó el sistema internacional de los derechos humanos, un edificio jurídico para que los Estados que integran la gran familia de la humanidad se controlen mutuamente.

La universalidad de los derechos fue un triunfo de la racionalidad sobre la insensatez de la guerra. Perturba que en el mismo momento en el que el mundo vive su mayor experiencia planetaria, la del virus coronado que universalizó el miedo y redujo la vida a la cifra de los muertos y los contagios, con el pretexto de la Covid, se ha desatado otro virus igualmente letal, el de la no injerencia que invocan los autócratas a derecha e izquierda para evitar que se denuncien las violaciones a los derechos humanos en sus regiones.

Cuando se ha vivido entre “heridos y salvados”, la expresión de Primo Levi, y la supervivencia a las dictaduras de ayer está íntimamente vinculada a la filosofía jurídica de los derechos humanos, no podemos admitir los argumentos de la no injerencia porque los derechos humanos que son universales nos dieron refugio y nos permitieron el privilegio de la libertad cuando en nuestros países se nos negaba. Menos aún aceptar que son una concepción liberal ajena al mundo oriental, porque debemos recordar a los desmemoriados que el proceso de elaboración, discusión y adopción del más importante de los instrumentos que se ha dado la humanidad para domesticar la crueldad y prepotencia de los Estados se lo debemos no tan solo al impulso y compromiso de Eleonora Roosvelt, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y al francés Rene Cassin, acreedor del Premio Nobel, sino, especialmente, a dos figuras tan destacadas como respetadas: el árabe Charles Malik y P.C. Chang, un reconocido profesor chino que les recordaba todo el tiempo que “lo importante debe dejarse madurar lentamente, sin cambios abruptos”. Además de la poco conocida participación de los filósofos de la UNESCO, fue la primera vez en la historia de la humanidad que la comunidad internacional organizada se daba una declaración universal de libertades y derechos. Una poderosa filosofía humanitaria que debemos recordar en momentos en los que tememos por las mujeres en Afganistán, que en estos veinte años de fracaso militar, ellas pudieron liberar sus voces para demandar los mismos derechos que la mayoría de las mujeres tenemos naturalizados.

Si sobre las cenizas del nazismo se erigió esa filosofía jurídica gracias a la lucidez y el compromiso de una dirigencia que sabía que la paz y la justicia son inseparables del reconocimiento de la dignidad humana y los derechos iguales para todos, urge que recuperemos ese espíritu y las autoridades mundiales se aferren a esa biblia humanitaria, poco leída, que fue un eficaz instrumento de cambio, especialmente para las mujeres que ganamos libertad, respeto y ahora tenemos la obligación de hablar más fuerte, más alto por todas las mujeres afganas. Fueron las libertades ajenas las que a las sudamericanas nos permitieron hablar cuando en nuestros países había mordazas y en honor y agradecimiento a esa sobrevida es que tenemos la obligación de denunciar, reclamar y exigir donde sea que estemos por las mujeres a las que se pretende ocultas e incultas.

Conservé como verdadera reliquia una hermosa blusa blanca que me traje de mi exilio en España. Blanca, de mangas plisadas y un filtiré, ese fino bordado que convierte los hilos de la tela en una celdilla transparente que sugería el inicio del escote. Enorme y tardío impacto tuve cuando advertí la etiqueta made in Afganistan. Una burka convertida en blusa, lo que a las afganas cubre, las tapa, las niega, a mí me desnudaba. Nunca más la use, pero la conservo para que me recuerde todo el tiempo que los derechos que las mujeres fuimos ganando y vivimos con naturalidad, les son negados a millones de mujeres. Es nuestra obligación hablar y pedir por ellas porque si estos derechos no tienen significado en nuestras vidas no lo tendrán en ningún lado.

Norma Morandini es periodista y escritora. Fue diputada y senadora y dirigió el Observatorio de Derechos Humanos del Senado argentino.

 

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